Así empezaba el día, con la misma alarma estridente que inundaba su espacio y sus oídos. Es quizás una razón de suficiente peso como para empezarlo de mal humor, sin embargo, el pesimismo ya lo había inundado por completo. Apagar el sonido es inminente a pesar de la pesadilla que implica despegarse las sábanas y levantarse. Con la ilusión de que el día iba a mejorar, coloca en ese pequeño y oxidado radio el único cassette que tiene, uno que canta a la voz de Carlos Gardel y sus tangos ya tan viejos como el aparato. Y así suena, una canción para animar el día, una canción para volver a empezar, pero esta vez, ya no habría más comienzo.
A través de una pequeña ventana se ocultaba un mundo de posibilidades que Andrés no conocía, opciones que evitó y soluciones que no encontró. Ahora simplemente estaba atado a las consecuencias de sus actos. Andrés había logrado algo de lo que nunca se sintió capaz. Pisó en falso ante la sociedad y es ahora el mundo quien lo condena.
Este hombre perdió el sentido y no quiere recuperarlo. Ha llegado a uno de esos callejones sin otra salida que un gran abismo. Levanta la cara y se mira en el pedacito de espejo que tiene, lo único que quedó antes de estrellarlo contra el piso y tentar los siete años de mala suerte de los que ahora es el experimento más exitoso. Para Andrés el panorama nunca cambia, siempre está teñido por un intenso color naranja y un pálido crema.
El cómo llegó a cometer la desgracia de su existencia, pasó simplemente en una noche fría, de esas en las que el viento sopla y uno puede escucharlo cantar y silbar una melodía triste. Era un hombre sencillo, de esos que se toman la vida como un vivir para trabajar. Su llegada a la casa aquella noche fue distinta, sigilosa pero que luego retumbó en su cabeza. Un sonido de tambores y guitarras lo envolvieron, un olor a azufre llenó sus fosas nasales y un grito desesperado lo hizo tomar los cuchillos. Revuelto como se encontraba, aquella voz tomó posesión de su cuerpo y su cabeza. Retumbaba y zumbaba en sus oídos cada vez más fuerte. Todos los integrantes de la familia que siempre había soñado se volvieron unos desgarradores y amenazantes monstruos, que con ojos y maullidos de gato lo atormentaban. Pronto tuvieron fin. En aquella tranquila casa vivían su mujer y sus dos hijos, que se transformaron en dos fantasmas a la primera embestida del frío metal en sus cuerpos.
Las estridentes voces habían cesado y la casa que una vez había sido su refugio se convirtió en la cueva más horrenda que pudo haber imaginado algún día. Andrés mantuvo su manos pegadas al cuerpo durante un largo momento, que ensangrentadas hicieron marcas en sus pantalones, impregnando su piel, manchando su alma y su esencia. Qué hacer con los cuerpos fue lo siguiente que cruzó su mente. Le parecía absurdo recordar el gato negro y al famoso Allan Poe justo en ese momento cuando la literatura ya no servía para nada. Había asesinado a sangre fría a su familia, ahora tenía que esconderla, enterrarla, olvidarla, borrarla. La solución se transformó en madera, gasolina y un par de fósforos. Su futuro se había convertido ahora en su condena que hacía combustión en la mitad de una sala llena de recuerdos, mientras él huía solitario tarareando la misma melodía triste.
Ahora camina Andrés, por ese callejón sin salida que tomó la forma de un pasillo lleno de barrotes y celdas. Este hombre está condenado a muerte, y hoy es el último día de su vida. Que culmina con la incertidumbre de sus actos y con el recuerdo de ese grito desesperado que un día le inundó la cabeza y que ahora será emitido por él mismo.